GUERRA A MUERTE Por: Javier Fernández Bilbao

“La crueldad, como cualquier otro vicio, no requiere ningún motivo para ser practicada, apenas oportunidad.”

Mary Ann Evans


Solo era cuestión de hacerse valer. Muertos contra vivos, y viceversa. Una vez ejecutado el primer movimiento, en el cual los resucitados arrancaron a merendarse a sus parientes, vecinos y amigos, no hubo otro remedio que replegarse, esconderse, y huir como las ratas. Después del primer y violento envite, el enemigo reclutó más muerte, creció en número, y multiplicó sus deletéreos efectivos hasta hacerse marabunta de villas y urbes. Sin embargo, y para su desgracia, la ausencia de una conciencia asociativa les impidió ser el temido azote del apocalipsis que todos temían al principio. 

El gobierno, en éstas, ni estaba ni se le esperaba, completamente desbordado por tan tremebundos acontecimientos. Y el ejército, sólo podía afanarse en dar cobertura a edificios y estamentos gubernamentales, y a los cobardes que los habitaban esperando parapetados tras sus subordinados. Mientras, una cohorte de científicos torturaba la carne muerta sajando decenas de especímenes de toda clase y condición, tomados de rehenes con la sana intención de exprimir su secreto.

La gente al fin comprendió que nadie los iba a salvar. Ni las bombas, ni las oraciones. 

La necesidad es la madre del ingenio, y la frase no encontró mejor ocasión para hacerse valer. Estábamos rodeados de armas, de útiles y enseres perfectamente válidos para hacerlos frente. Y un puñado de psicópatas con iniciativa, encontró divertido aquello de tener libertad para tronzar a sus anchas a los otrora semejantes, ahora insólitos enemigos. Con las fábricas cerradas indefinidamente, no había mucho más que hacer salvo prepararse para la guerra zombi. Acopiar, recargar y afilar. Y luego organizarse en patrullas urbanas, emisora en ristre, para peinar los barrios uno por uno. Los bloques de edificios se hicieron castillos inexpugnables. Los balcones se convirtieron en improvisadas almenas desde las cuales vertían agua hirviendo, lejía, o cualquier cosa que abriese sus pieles azuladas entre aullidos de dolor. Muchos encontraron un buen pasatiempo: lanzar objetos intentando hacer diana en el cráneo de los difuntos móviles, y no pocas macetas lo lograron al fin.

Por vez primera el número de ellos, en vez de aumentar, disminuyó. Buen síntoma de que las cosas se estaban haciendo bien. Las ferreterías hicieron el negocio de su vida vendiendo toda clase de aperos trinchantes y cortantes, y la venta más popular de todas fue sin duda, la de moto-sierras. Las pistolas no eras sino, cosa de mariquitas. Y cuando las primeras cervecerías comenzaron a reabrir sus puertas, los clientes predilectos fueron los sedientos y jadeantes muchachos; y empezaron a escucharse historias de desmenuzamientos múltiples y manifestaciones enteras de zombis-antorcha. Cada cuadrilla exageraba un poco más que la anterior, pero eso daba igual. Habían encontrado su verdadera vocación y estaban sólo al comienzo. 

Lo mejor de todo es que no hubo lugar a sentir piedad ni remordimientos contra aquellas criaturas, hambrientos residuos sin alma ni sustancia humana.

La victoria pues, era nuestra.

Hoy día es extremadamente infrecuente encontrarse con un muerto viviente. Los que tienen esa suerte se lo disputan con ahínco, pues saben que quizá sea esa tarde la última en que podrán pasárselo en grande sin trabas ni límites a su cruenta imaginación.

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